Isla de perros, estrenada en el Festival de Berlín, donde se alzó con el premio a mejor director, es la última obra estrenada de Wes Anderson, y segunda realizada con la técnica de stop-motion, tras la interesante Fantástico Sr. Fox (2009). La película nos sitúa en un futuro distópico en Japón, donde un extraño virus que portan los perros ha servido de excusa al alcalde de la ciudad de Megasaki para exiliar a todos estos animales a una isla vertedero. El sobrino de este maligno hombre, un niño de 12 años que perdió a sus padres y quedó bajo la tutela de su tío, decide viajar a esta isla en busca de su perro, el único amigo que realmente le ha acompañado los últimos y difíciles años de su vida. A partir de este momento, comienza su búsqueda junto a otros perros varados en aquella Isla Basura. Sin embargo, la supuesta aventura que a partir de aquí les espera a nuestros protagonistas caninos y a su acompañante humano no es más que un interminable, repetitivo y soso viaje Andersoniano.
Isla de Perros ha supuesto mi primera gran decepción con el cineasta texano (cuya filmografía tendré que volver a revisar, pues hasta ahora era un director del que siempre ansiaba nuevos estrenos). Wes Anderson tiene un indudable sello autoral. Cada imagen que crea es puro universo propio. Se le reconoce tras las cámaras con una milésima de segundo de cualquiera de sus filmes. Esto no es malo, ni mucho menos, la originalidad es algo que no se le puede negar. Sin embargo, viendo Isla de Perros, me sucedió que solo veía a su director en una sucesión de planos carentes de alma. Como un niño que quiere llamar la atención de sus padres, Wes Anderson parece gritarnos a cada segundo de película que él está ahí, y que su apabullante autoría está por encima de cualquier historia. A los veinte minutos de empezar, la película muere para no volver a resucitar jamás. Los restantes 80 minutos de metraje, interminables, nos sumergen en la nada, en una historia alarmantemente sosa al servicio de un estilo que empieza a resultar repetitivo y fatigoso.
Es indudable que Isla de Perros contiene una técnica maravillosa. La animación stop-motion es de una perfección y detallismo brillante. Pero ahí se acaba todo. Anderson parece tan pendiente del plano artístico que se olvida de darle verdadera vida a sus muñecos (cosa que, aunque no es un director especialista en inyectar gran emoción a sus películas, si consigue de mejor manera en obras de carne y hueso como Moonrise Kingdom, El Gran Hotel Budapest o Los Tenenbaums). Estas películas son obras con las que disfruté bastante, por su magia y mirada singular. Ahora bien, Anderson parece haber adaptado una estructura narrativa muy concreta que le impide avanzar, no se ya si por pura comodidad de seguir gozando de éxito entre crítica y público con ello, o por el simple hecho de que no tiene más que dar. No quiero creer esto último, es más, no lo pienso. Anderson tiene talento, pero en esta última película, y si uno lo piensa detenidamente, en muchas de sus obras, el director y guionista de Isla de Perros parece copiar y pegar personajes, hilos narrativos y estructuras dramáticas. Multitud de personajes, espacios y tiempos dibujan sus películas, creando historias algo naifs (aunque puedan llegar a tener su trasfondo, como la crítica que aquí vierte a gobiernos frente a estamentos más desfavorecidos), pero todo ello se pierde en la monotonía, en el simplismo más absoluto. Hasta la bella música de Alexandre Desplat parece la misma que la de sus anteriores obras. Todo suena a demasiado visto y oído.
De todas formas, leo, en general, que la película ha calado hondo. Maravillosa, obra maestra o hermosa son algunas de las palabras que están calificando Isla de Perros. Yo, por mi parte, solo puedo decir que su belleza plástica y su perfección compositiva me alucinan los primeros veinte minutos de película, pero después, cuando esto continua hasta la exasperación, ni su crítica social (superficial y rápidamente invisibilizada), ni su comedia naif (con poca gracia), ni sus personajes (huecos y faltos de alma), ni su originalidad visual (algo cansina) me despiertan el menor interés. Es una pena que toda la sabiduría de Wes Anderson, y su amor hacia la cultura japonesa (se nota su estudio de los haikus y el cine japonés), no sirva para otra cosa que para su propio lucimiento personal. Pero bueno, mucha gente parece haber sintonizado con la jerga de esta obra, así que mi visión no deja de ser algo muy personal. Aun así, para quien esto escribe, Isla de Perros es una pesadez importante. Una pena.
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